Es inevitable: el murmullo del río tiene el poder de actuar como un bálsamo para mi alma. Vuelvo a sentarme en su orilla, como cada tarde, dejando que esta atmósfera me envuelva, sintiendo este aire cálido del verano, cobijándome en la sombra de los chopos. A lo lejos puedo escuchar cómo ríen y gritan los niños que se bañan aguas arriba, y una sonrisa asoma en mis labios al recordar el tiempo en que yo también lo hacía. Hace muchos años de aquello.
Sin embargo, todo está igual que entonces. El agua del río sigue teniendo eso color entre verde y amarronado, que con el sol se torna un ramillete de luces que me hace guiñar los ojos. Su aroma tampoco ha cambiado. Cierro los ojos para sentirlo, aspirando su esencia, embriagándome con cada nota. El agua consigue arrancar el aroma de las piedras sobre las que discurre. Puedo percibir las plantas aromáticas que crecen en sus orillas, los juncos que se mecen con la brisa, el tomillo que asoma en la tierra seca, la manzanilla abrasada por el sol, todos los árboles, sauces, chopos, álamos y alisos. Todo ello produce esa mezcla que quisiera embotellar para tenerla siempre conmigo. Ni el mejor perfumista conseguiría una fragancia como esta.
Me entretengo contemplando las copas de los árboles, aquí, a su sombra, viendo cómo las ramas se recortan contra el azul tan intenso que tiene este cielo. El verde es de un tono fresco y jugoso. Es todo un espectáculo de luz y color ver el reflejo del agua en esas pequeñas hojas. Los rayos del sol caen sobre el agua, y esta, a su vez, salta hasta los árboles. No puedo apartar mis ojos de ellos.
Así pasaré las horas que quedan hasta que el calor deje de apretar. Entonces recorreré el camino de vuelta, despacio, sin prisa, despidiéndome de mi río hasta mañana.
Siento que estoy allí, por la manera en que lo relatas. Debe ser un lugar muy hermoso.
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